En esta ocasión tenemos el placer de contar con Lucía Torres Regalado y su relato "Método Ciéntifico", cedido amablemente para su publicación en Asómate a Granada.
Biografía:
Nací en Granada en el día y año que las Naciones Unidas aprobaban una convención internacional contra la tortura, hace ya los mismos 28 años que Cortázar no nos regala textos. Pasé la infancia y adolescencia a caballo entre Guadix y Granada; Me licencié en Periodismo en Sevilla, profesión que ejerzo, como la fruta, por campañas y temporadas. Actualmente finalizo Teoría de la Literatura y Literaturas Comparadas en la Universidad de Granada, actividad vocacional (la de los estudios y la de la literatura) que compagino con la adoración al cine y al teatro, participando como actriz en numerosos talleres desde 1996 hasta la actualidad, en la que soy integrante del grupo Comotelocuento Teatro. Directora y guionista de dos cortometrajes (“El cartero ya ni llama”, Guadix-Granada, 2005 y “Resignacción”, primer premio de guión Secuencia Producciones , Sevilla, 2006), cuento, además, con la publicación del relato "Manual de tristeza crónica o cómo cortarse las venas y no sangrar" de Siranda Editorial, Sevilla, 2007.
MÉTODO CIENTÍFICO
-Tengo que aprender a hacer las cosas sin esfuerzo.-Y con ello no quería decir que no debía esforzarse en sus tareas, sino que tenía que ser tan rematadamente bueno que apenas le costase trabajo emplearse en aquellas cosas que, consideraba, ya tenían que salirle automáticamente. Y en esa idea se afanaba, al tiempo que trataba de encontrar el giro perfecto que rompiera con las expectativas del lector, cuando se vio cantando las proezas de la Bauhaus: “la forma sigue a la función”. No podía eliminar sus propias barreras si tenía que pararse a resolver pequeños detalles técnicos que hacían un Ulises de cualquiera que quisiera correr hacia delante. No le quedaba otra cosa que pensar que quien quiera que hubiera fabricado aquel cuaderno no había escrito dos líneas seguidas en su vida. Por descontado, la que se lo había regalado en aquel año nuevo de 2006 tampoco. Ya entonces, y aún no dedicándose profesionalmente a esto de juntar letras, pensó que un cuaderno no es un objeto de decoración. Y, sin embargo, fue justo la función que le otorgó.
Tapas duras, gusano a la izquierda y hojas lisas y blancas en tamaño cuartilla, era todo lo que debía tener un cuaderno en caso de que quisiera destinarse a la escritura. Sabía que no era tanto la imposibilidad de escribir notas en el margen, como su incapacidad transitoria de encontrar un final digno que hiciera de la mediocridad de aquel texto una narración solvente, lo que lo encendía y, sin embargo, reprendía contra la absurda sofisticación de la libreta, como si de ella dependiera la calidad del contenido. Resultaba bastante significativo que, después de años, la rescatara de una caja de mudanzas aún sin desempaquetar para iniciar el borrador de su tercera novela, como condenando con aquel gesto el resultado del libro.
La razón le había hecho mucho bien en determinadas etapas de su vida, pero ahora el mantenimiento forzado y prolongado de la ilusión kantiana le daba patadas en el estómago. Mantener un discurso equilibrado consigo mismo para contener los embistes de una rabieta hormonal, tal y como unos cuantos psicólogos le habían recomendado en distintos momentos, le parecía en ese instante (y midiendo igualmente con el rasero de la racionalidad), ridículo, injusto e insalubre. Mucha mierda para Piaget. Quería pensar que había una relación directa causa-efecto entre la inoperancia de aquel cuaderno y la bazofia que en él se estaba acumulando. De la misma manera, y con hipótesis pseudo-científicas aparte, que, siendo hábil, podría seguirse el rastro del hilo que une velocidad y tocino. Para un exitoso lanzamiento de jabalina, dos elementos son fundamentales: la fuerza y la velocidad. La velocidad es la distancia entre dos puntos, recorrida por un cuerpo móvil en un tiempo dado (a menor tiempo, mayor velocidad); la fuerza es la capacidad para mover algo que tenga peso o haga resistencia y está indisolublemente ligada a la energía. La grasa acumulada en el cuerpo proporciona energía, que es indispensable para imprimir velocidad a cualquier cosa. Toda esta explicación usando el caprichoso ejemplo de la jabalina, de la que se podría haber prescindido por no ser necesaria para las deducciones posteriores. Pero que, gracias a la arbitrariedad de la lengua, brinda un vocablo que, aislado por sí solo, podría dar la relación velocidad-tocino. El nexo de unión entre la velocidad y el tocino es la jabalina, que remite a un instrumento que desafía raudo las leyes de gravedad, tiempo y espacio, por un lado, y a la hembra del jabalí, por otro. Claro que todavía habría algún puntilloso, fiel apóstol de la gaya ciencia, que confiara que los jabalís no gastan tocino, por ser éste un término reservado únicamente al producto del cerdo. Pero, ¿podría este sujeto afirmar tajantemente que un olmo no pudiera producir peras como fruto?
Sin restar un ápice de convencimiento a sus elucubraciones, el escritor convino, no obstante, que se estaba desviando del asunto y que le resultaba más que complicado redireccionarse al norte. No habría más novelas. Yo me atrevo a opinar que nunca antes había estado tan cerca de encontrar un estilo y que, tal vez, apuntar al sur o al este no era tan mala opción. Pero, en fin, así eran las cosas y yo me limito a contar.
Usa gafas oscuras, botas de piel y se hace llamar Bonamassa. No Wajda, Cassavetes o Meyerhold. Pero no, no es una estrella del rock, ni una estrella de nada. Eso prefiere dejárselo a quienes le dan de comer. Tal vez la elección del pseudónimo responda a que el apellido recuerda a alguna película de gánster. Pero eso lo digo yo, haciendo un guiño a la psicologización del personaje. Él rehuye de cualquier posicionamiento. Aunque tenga sus preferencias, que las tiene, aboga por el “extrañamiento” del objeto de estudio y ahí, dice, radica la clave de la profesionalidad.
Crea, construye o desarma, pero tampoco es arquitecto ni nada que se le parezca. Se sienta en la oscuridad, observa, reflexiona y teje sus redes. Presume de haber descubierto más constantes en la filmografía de algunos directores que las que ellos mismos advierten en sus hijos bastardos. Pero no se las reprocha, para eso está él. Otra vez Enmmanuel: rememora al alemán cuando dice que un autor no tiene que ser un teórico y, por tanto, no está obligado a saber, ni mucho menos a saber explicar cómo hace las cosas. Las hace y punto. Y eso le permite a Bonamassa firmar su propia obra de ficción.
Rechaza que se hable de “conjeturas” para referirse a su criatura y en su defensa alude a un exhaustivo trabajo de investigación y de tender puentes intertextuales. Y de decodificación del simbolismo, irrumpo yo. Y de decodificación del simbolismo, repite él, y localización de las referencias, añade. Lo de los datos objetivos no alcanzo a recogerlo en mi bloc de notas. Ahora tengo que defenderme yo; lo resitúo suavemente con un ¿quién es el que está escribiendo ahora?.
Bebe Jack Daniels solo (solo el güisqui, no solo atribuido a él), aunque esto no podamos saberlo por más que él diga que cuando arriba a casa lo primero que hace es servirse uno de estos. Me refiero, y esto lo digo yo, a que bebe Jack Daniels sin agua, sin refresco y sin nada. Aunque esto ¿a quién le importa? Le importa a él, que algún día vio a Martin Sheen tomándose uno y decidió querer ser como él. Y sobre todo le importa a su colon, que hace unos años entabló relaciones con un principio de úlcera. Conste que yo no estoy aquí para juzgar. Pero dime, dime lector ¿qué te importa a ti el dato del bourbon si todo el mundo sabe, o debería saber, que una nimiedad como esa no define a un personaje? ¿Es Bonamassa más Martin Sheen por beber ginebra en vaso ancho?
Eleuterio Costa, que ya no se esconde tras sus gafas de Bonamassa, empieza a incomodarse y me increpa: “¿Cuándo vas a dejar de jugar al despiste? Necesitamos más datos fiables a los que agarrarnos”. Me parece oportuna la interrupción y dejo hablar por boca del personaje, que ahora también soy yo.
-Los poetas, los escritores en general, son insoportables. Y, siendo honesto, no voy a incluirme en el gremio. No soy escritor y nada apunta a que en un futuro pueda volver a serlo. Ya no me creo escritor (a pesar de que mi fuente de ingresos en la actualidad parte únicamente de esta actividad). Y, definitivamente, éste es el punto decisivo para ser o convertirse en cualquier cosa: creérselo. Y yo no me creo escritor, porque si alguna vez lo hice, fue por pura egolatría, por orgullo de sentirme distinto a los demás. Pero de la misma forma que el orgullo me podía para convertirme en escritor, ahora el orgullo que impera es el de no ser un mal escritor. Ya existen mediocres de sobra. Bolaño lo cuenta de forma muy elocuente en uno de sus cuentos: “[...]y cuando lo miré su rostro exhibía una sonrisa que quería decir soy adulto, he comprendido que para disfrutar del arte no hace falta hacer el ridículo, no hace falta escribir ni arrastrarse”. Por eso que ahora trato de enseñar a que los demás disfruten con el arte. Yo creía que el hecho de tener cada vez una peor caligrafía significaba algo bueno, que ya había escrito lo suficiente para poder encaminarme hacia la literatura. Todavía falta leer mucho y de todo, hasta saber discernir lo malo de lo bueno sin necesidad de escuchar lo que los expertos tenemos que decir acerca de una obra. Volviendo a ser honesto, y aunque esto suponga apedrear el tejado de la crítica, tampoco tengo muy claro si existen los grupos de escritores. Ellos parecen reconocerse y sentirse cómodos o incómodos entre sí, pero si son conscientes de ser buenos o lo creen, no parecen reconocerse dentro de un grupo, identificarse con el resto. Son pequeños núcleos independientes que orbitan sobre el resto de cosas mundanas y que, si les preguntas, casi todos sus coetáneos son malos, o, al menos, peores que ellos. Salvo algunos intocables, que esos sí que saben aunque hayan escrito las mismas mierdas que otros. Pero, ciertamente, y ahí les doy la razón, el hecho de que alguna vez hayan hecho algo magistral les permite situarse en el Panteón, alejados de los que siempre escriben mierdas. El caso, y éste era el motivo de la interrupción, es que los artistas, ya sean buenos o malos, son insoportables, porque desdeñan al resto, sintiéndose superiores al común de los mortales. Y lo peor de todo, es que son superiores.-
Me sonrío, satisfecho del achaque de humildad y voluntariedad de mi criatura tras su acusación previa y aliviado de que Bonamassa no se me haya rebelado. Apago el flexo y me sirvo un Jack Daniels dispuesto a relajarme.
Inédito
Lucía Torres Regalado
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