lunes, 2 de abril de 2012

ASÓMATE A GRANADA: AUTORES Y RELATOS

El primer autor de esta nueva sección de relatos en Asómate a Granada es Alejandro Molina Carreño y en ella, publicamos su relato "Mañana no habrá ayer", cedido amablemente por el autor.

Alejandro Molina Carreño nació en Granada en 1984 y se licenció en Historia por la Universidad de Granada. Hablamos de un apasionado de la literatura cuya primera publicación, La parte del Ángel, vio la luz el pasado veintidós de marzo.


La parte del Ángel es un compendio de breves relatos por los que desfilan personajes cuyas vidas tropiezan con lo inverosímil (una borrachera con la mismísima Muerte; un grupo de escritores tullidos en una sala de Urgencias; el envío inesperado de un ataúd a casa de una anciana). Alejandro Molina Carreño afronta un mundo tan ficticio como tangible, tan honesto como sucio, en un abanico de textos donde tienen cabida el humor negro, la tragedia y el suspense.

Como particularidad, el libro debe su nombre a la parte del whisky que los ángeles se toman por la cara, pues al envejecerlo en barricas, un 2% aproximadamente del total se evapora a través de los poros del roble, llegando hasta lo que llaman el impuesto del ángel, o la parte del ángel. Sus relatos, por tanto, intentan apreciar esa porción de vida que se nos escapa de las manos mientras, inevitablemente, envejecemos.

La portada corre a cargo del artista granadino Antonio Travé, cantante y guitarrista de la banda granadina de blues: Chicken Congress.

E-mail autor: alemolcar@gmail.com
Más info: http://goo.gl/oPpUa

MAÑANA NO HABRÁ AYER.

Hoy todo me conduce a su contrario:
el olor de la rosa me entierra en sus raíces,
el despertar me arroja a un sueño diferente,
existo, luego muero.
Hoy, de Ángel González.


Custodio miró el reloj-despertador: las cuatro de la mañana. Se había acostado a las once en punto de la noche y todavía no había cerrado los ojos. El hemisferio izquierdo de su cerebro había entrado en conflicto con el hemisferio derecho, y ambas partes peleaban por hallar una solución cabal a su particular visión de la ética evolutiva. Era consciente de que aun dormido sus hemisferios continuarían discutiendo a viva voz aunque él no pudiera escucharlos; sabía que llegarían incluso a despertarle en mitad de la noche para hacerle sopesar una conclusión bien ajustada. Sin embargo, las voces de su cerebro eran demasiado fuertes en vigilia, y ya no sabía cómo eludir todas aquellas complejas elucubraciones que se empeñaban en mantener sus párpados intactos.
Estaba de sobra demostrado que contar ovejas no le surtía efecto, de modo que puso en marcha unos ejercicios de relajación: debía concentrarse en su cuerpo y dormirlo poco a poco. Comenzó por los pies. Un leve cosquilleo, una nadería, sopló por los empeines. Al cabo de unos minutos se hizo a la idea de que ya no los sentía y pasó a las piernas. Estas, meros puentes de comunicación entre zonas erógenas, se adormecieron con igual rapidez. Subió entonces un poco más hasta la siempre temida vejiga. Incapaz de relajarla, una sensación de incertidumbre esbozó el inicio de un tormento que se hacía costumbre noche a noche: ¿me levanto a mear? ¿Me estoy meando o es sólo una sugestión nacida de una inseguridad infantil? ¿Si me aguanto, me mearé dormido? ¿Me estoy meando o no? Custodio se puso en pie y fue al baño.
El espejo, ventana del alma, reflejaba lo de siempre: una masa de carne galgueña, pelada y de proporciones nada atractivas, coronada por una fláccida cabeza con dos ojos tuertos y una nariz arratonada emergiendo entre escabrosas arrugas diagonales y un grueso bigote nicotinoso, apelmazado como un sucio esparadrapo delante de donde deberían encontrarse los labios.
Cuando tiró de la cadena, más por costumbre que por haber meado, recordó que una amiga suya, a la que consideraba poco menos que retrasada por no saber distinguir a Schubert de Schumann, decía que la leche contenía no sé qué sustancia que ayudaba a conciliar el sueño, por lo que decidió ir a la cocina para prepararse un tazón.
La luz que escapó al abrir el frigorífico contrajo sus pupilas, y un olor ácido y desagradable invadió sus fosas nasales. Al tiempo que apartaba la cabeza en gesto de repulsión, Custodio escuchó algo. ¡Psch! ¡Psch!, escuchó después. Un acto reflejo le giró el cuello con brusquedad. Detrás de él no
había nadie. ¡Oiga!, escuchó esta vez, ¡Aquí!, dijo la voz, diminuta e histriónica. Otro acto reflejo, gemelo del anterior, devolvió, con asustadiza suavidad, su mirada al frigorífico. La luz blanca recreaba un impoluto cielo de hortalizas, carnes y buenos embutidos católicos. La peste continuaba y ganaba terreno. De repente, una escueta sacudida en la parte baja del frigorífico expulsó de entre las hortalizas a un tomate rojo pálido, bien crecido y lustroso. ¡Usté! ¡Eee, usté!, escuchó entonces, sin apartar la mirada del tomate.
     - Eres tú, ¿Dios? – preguntó Custodio, no sin cierto miedo a ser sorprendido, in fraganti, por el Altísimo, después de haber dedicado la mitad de su vida a probar su inexistencia.
     - ¡Oiga, usté! – gritó el tomate, dando esta vez leves saltitos para suplir la ausencia de boca.
Los pulmones de Custodio expulsaron una plúmbea bocanada de alivio, y
sus hemisferios cerebrales comenzaron a discutir: ¿Cabe la posibilidad de
que hable un tomate? ¿Soy yo quien otorga voz al tomate? ¿Existe ese
tomate?
- ¡Mire que agota mi paciencia! ¡Que le estoy hablando! – gritó el tomate.
- ¿Es a mí? – preguntó Custodio, con un dedo acusador oprimiendo su pecho.
- ¿A quién si no?
- ¿Qué…? ¿Qué quieres de mí? – preguntó entonces, resignado a la dolorosa e inabarcable realidad, aceptando, no sin cierto escepticismo, lo que estaba ocurriendo en el interior de su frigorífico.
- Estoy desesperao. Necesito su ayúa.
El tomate dio un par de saltitos mientras hablaba. Custodio se rascó la
cabeza. Sus hemisferios cerebrales continuaban la batalla: ¿Es el tomate
una impresión a priori o a posteriori? ¿Qué es un tomate?; y le producían un
picor enclenque y frígido.
- ¿Qué ocurre? – espetó.
- Están too enfermos. – contestó el tomate. - ¡Tié usté que sacarme de
aquí!
- ¿Estás enfermo?
- ¿Pos no ve que estoy sano como una rosa?
- ¿Y quién está enfermo?
- Too los demás tomates, que de mieo a separarse se han infectao entre ellos. Soy el único que sigue sano.
- ¿Qué les ha pasado?
- ¿Y si se lo cuento ahí afuera, ande está usté?
Uno de los hemisferios de Custodio lanzó un dardo cargado de
occidentalismo.
- No lo entiendo…
- Lo cualo. – escapó del tomate.
- ¿Cómo dices?
- Que qué no entiende.
- Pues que hables. Es muy extraño.
- ¿Pero qué dice usté?
- ¿Te parece poco extraño que hables?
- ¡Toma! ¿Y que hable usté no es raro? Ande, sáqueme de aquí, si es tan amable, tenga piedá, que llevo días sin dormí esperando que alguien me ayúe…
- Luego duermes…
- ¡Sí hombre, aluego! ¿Si no duermo ahora cómo voy a dormí luego?
- No, no; me refiero a que duermes; a que tú, como tomate, tienes la capacidad de conciliar el sueño.
- Qué forma de hablá más rara tiene usté.
- Tú eres el que tiene un acento extraño.
- Es que soy tomate de güerta. Ande, sáqueme, ¿qué le cuesta? Si es un momentico na más. Usté alarga la mano y me pone ande quiera.
- ¿Sueñas? - preguntó Custodio, sin hacer caso a la hortaliza.
- Y dale. ¿Pos no le he dicho que no pego ojo desde yo no sé ni cuándo?
- Luego sueñas.
- ¡Otra vez! ¡Que luego no creo que puea, cansino!
Custodio parpadeó con voluntad y se restregó los ojos. ¿Estoy hablando con
un tomate? ¿Puede la evolución otorgar el don del habla a una hortaliza?
¿Será la mutación definitiva? ¿Son esas mutaciones azar, o hay un plan, un
propósito detrás de todo aquello que rebajamos al nivel de casualidad?
- Mire usté, ¿por qué no me saca y hablamos ahí afuera? – le interrumpió el tomate.
- Que yo hable es algo extraordinario. – continuó Custodio, sin escucharle. - Supongo que tampoco carece de relevancia el que no sólo puedas articular palabras, sino que además conozcas de sobra mi lengua.
- Su lengua no la conozco, ni ganas tengo de hacerlo. Ande, sáqueme y déjese de historias…
- Aún no puedo entenderlo.
- ¡Y dale con entenderlo! ¿Pues qué tié que entender?
- ¿Por qué hablas? ¿Para qué iba la naturaleza a darte un cerebro?
- ¡Anda éste! ¿Y pa qué se lo dio a usté?
- ¡Qué pregunta más tonta!
- ¿Qué pasa? A ver si es que ahora las preguntas van a ser tontas o listas.
- ¿Me estás juzgando? ¿Tú qué te has creído?
- Yo creo na más en lo que aprendo, y pa mí que no hay preguntas tontas, sino mucho tonto preguntando. ¡Como usté, que no hace otra cosa! Hágame el favor, ande, sáqueme que no quieo ponerme malico…Mire, si me saca le cuento un secreto.
- ¿Un secreto?
- Que sí hombre, que sí, que es tan secreto que casi me cuesta que la memoria me lo diga. – el tomate utilizaba aquel tono de voz tan característico de los tomates cuando tratan de engañarnos.
- ¿Es posible que estés tratando de engañarme?
- ¡Pues si es que no sé ya qué decirle pa que me haga caso! ¿Será posible que no sepa usté responder, que sepa na más que preguntar?
- ¿Ves? Eso sería una buena pregunta, porque en mi profesión…
- En su profesión seguro que a estár callaoo no le enseñan. Sea usté bueno, ande, y sáqueme, que de aquí a ná vienen esos y ya no sé ande esconderme.
- ¿Qué le ocurre a los otros tomates?
- Están infectaos. Tienen too manchas por tol cuerpo y caminan desesperaos, que no paecen sino almas en pena buscando ánde caerse muertoo.
- ¿También piensan?
- Con tanta cuita no hay sitio pa darle a la cabeza.
- ¿Pero son inteligentes?
- Aquí dentro no hay naide mu listo… ¿Me saca ya?
- Me refiero a si también tienen cerebro.
- Ah, pues imagino. Yo no soy médico, mire usté.
- ¿Hablan?
- Hablar, hablar, no hablan de na. Na más que se quejan. ¿Eso es que tienen celebro?
- Es posible, es posible…
- Una cosa le digo: no los saque a ellos que puén infectarle a usté también.
- ¿Y si estás tú infectado y aún no lo sabes?
- ¡No me diga eso que na más de escucharlo ya me pica tol cuerpo! ¿Pos ve usté que tenga yo manchas?
- Me da cosa tocarte.
- ¡No le diera un mal aire!
- ¡Oye!
- ¡Pero si es que me desespero de tanto palique! ¿No ve usté que yo no sé de plática?
- Parece que seas de otra época… - ¿Será cuestión de norma? ¿Es posible hablar de patrones evolutivos? Si así fuese… - ¿en qué fase de la historia estarás?
- En la de acabárseme como siga usté hablando de leyes, que ya me paece que los estoy escuchando.
Del fondo del frigorífico escapó un mullido malestar masificado, un patético
murmullo fantasmal.
- ¿No los escucha? – dijo, con expresión de tomate preocupado. - ¿No escucha cómo lloran que no paece sino que se están conjurando? ¡Mala fiebre les entrase que les reventara a too las tripas!
- Qué soez…
- ¿Soé? Ande, a mí hábleme en cristiano, que yo de palabras raras no sé. Mire cómo usté no ha tenío que preguntarme na a mí todavía porque to me lo entiende.
- Quiero decir que eres un maleducado.
- Ni malo ni bueno, que a mí naide ma educao. ¡Maleducao usté, sieso!
- ¿Sieso?
- Sí, eso, ¡y malnacío también!
- ¡Malnacido serás tú! Eres una aberración de la naturaleza.
- ¡Eso lo será usté! ¡Y maricón también!
- ¡¿Maricón?! ¡Tú sigue así y no te saco!
- ¡¿Es que me iba a sacar usté antes?! Que de mí se ríe uno una vé, porque yo quieo y porque de desesperao que estoy no atiendo a orgullos.
- ¡Orgullo! ¿Qué sabrás tú de orgullo? ¡Eres un tomate!
- ¡Y a mucha honra! Que por lo menos si yo veo a otro pidiendo ayúa le atiendo en vé de quearme haciéndole preguntas hasta que no puea contestar ya ninguna.
- ¡Soy un hombre! Mis instintos duermen bajo el manto de la razón.
- ¡No durmieran usté y sus intintos a dos metros bajo tierra!
- ¡Cuidado con lo que dices!
- ¿¡Pos no ve que me enciende!? Si yo no quiero na más que que me saque, pero como me viene con los celebros, con que si tengo sueño, que si man educao malamente… ¿No ve usté que si salto me desparramo toíco entero? ¿¡Qué tanto tiene que le cuesta echarme una mano!?
- Me debato entre la razón y la locura. No sé si existes o eres fruto de mi fecunda imaginación.
- ¡Y dale! ¡Buena pieza está usté hecho! ¿¡Pos no me está viendo, me
cago ya en mi madre!?
- ¡Y tendrás familia!
- ¿Pues no he de tenerla? ¡La tierra entera, de donde me parieron!
- ¡Menudo disparate! Sin duda mi cabeza me está jugando una mala pasada.
- ¡Digo mala! ¡La peor! ¿Pues no ve que le confunde? No le haga caso y sáqueme de aquí, por los clavos de Cristo.
- ¿Cómo? ¿Eres cristiano?
- ¿Qué si no? Pero por la fuerza, que hará unos días que me bautizaron. Un bote de mayonesa me cayó en to lo alto.
- No te rías de mi.
- ¡Y dale con que me río! ¡Pero si diga lo que diga le paece disparate!
- Se bautiza con agua.
- Tanto monta, monta tanto.
- ¡Uy!
- ¡Ni uy ni ay! La mayonesa con aceite se hace, y el aceite oro líquido dicen que es. ¿No vale más el oro que el agua? Mejor bautizao que usté estoy yo.
- Mira que ya no me pareces tan tonto.
- ¿¡Cómo!? ¡Si tendré que serlo porque a usté se le antoja! ¿Le he llamao yo a usté algo? ¿Le he dicho yo calvo?
- Bueno, eso es verdad…
- ¿O mirá torcía, culo vieja o estreñío?
- No.
- ¿Boca morsa, cara mierda?
- No, pero oye…
- ¿Hocico rata o arramblao?
- ¡Ya está bien!
- ¡Eso digo yo! Que mire que ya los siento.
El luctuoso murmullo se hizo mayor. Los enfermos aparecieron tras el
tomate, a menos de un palmo, emergiendo de la oscuridad del fondo del
frigorífico, de allí donde la evolución continuaba su labor. Avanzaban con
decidida lentitud.
- ¡Mira! ¡Ahí llegan! ¡Ya vienen! Por Dios y por la Virgen, ¡sáqueme de aquí!
- No está en mis manos decidir sobre tu futuro.
- ¡Menos está en las mías, que no tengo! ¡No sea usté así y ayúeme!
- No. Lo siento. Todavía soy incapaz de creerme nada de esto.
- ¡Habráse visto bicho con cabeza más grande! ¡Así viera usté a Dios mismo que ni lo sabría de tomarle por loco! ¡Sois tos de la misma ralea!
- ¿Cómo?
- Que le faltan manchas na más, como a los otros, pa que sea también usté tomate.
- ¡Mira este! ¡Yo soy un filósofo!
- Yo de fósforos no sé más que encenderlos, ¡y buena falta me haría uno pa encendé a too esos demonios!
- Filósofo. - le corrigió Custodio - Fi-ló-so-fo; no fósforo.
- Fósforo, filósforo,.. ¿Pues no dijo que era hombre? Así serán too… ¡asesinos! ¡Que por cobardes matan con otras manos, y las suyas ni pa cogé un tomate las enseñan! ¡Agghh!
Los tomates ya casi le alcanzaban. Custodio pudo distinguir sus manchas,
de un verde virulento, recorriendo sus fláccidos cuerpos deformados. Sus
hemisferios cerebrales rechazaron un innato espasmo de filantropía y
evaluaron negativamente las posibilidades intelectuales de su
aparentemente real contertulio.
- Qué mutación tan absurda. – concluyó, manifestando oralmente lo escrito en la línea anterior.
- ¡Por san Bernardo, san Torcuato y san Pedro, que como no me rescate ya no lo cuento!
- No tiene sentido que puedas pensar, ni temer…
- ¿¡No debía tenerlo!? ¿Pues no vine a este mundo y ya me vi pensando, y ahora no hago otra cosa que tener mieo?
- ¿Cuál es el propósito de la naturaleza contigo? Debes de ser una mutación sin más, inadaptable…
- ¡Y dale con hablar moro!
- No puedes sobrevivir, no tiene sentido.
- ¡Agh! ¡Que ya me tocan! ¡Haga usté algo!
Los tomates infectos se echaron sobre él, entonando una triste y húmeda letanía, queda y plañidera costumbre del sufrimiento.
- ¡Aagghh! ¡Socorro! ¡Ayúeme!
- No puedo. Si la naturaleza quiere que vivas, vivirás; si no, no. No
puedo intervenir.
- ¡Pero si pa que yo viva no tié más que queré usté! – los tomates
podridos lo rodearon casi por completo. - ¡Mira la naturaleza lo que le
ha hecho a ellos!
- Lo siento.
- ¡No! ¡Espere!
- No hay nada que hacer.
- ¡Desgraciao! ¡Mal nacío! – gritó el tomate, ya preso. - ¡Hijo de cuatro
putas! ¡Así el día que más falta te hagan te veas sin manos! ¡No te las
comieran los perros na más…!
Mientras terminaba la maldición, Custodio cerró el frigorífico. Escuchó
algunos gritos de dolor mientras volvía a la cama. Se dejó caer en el blando
colchón, y su espalda, que había permanecido encorvada frente al
frigorífico, se relajó a sus anchas, regalando a Custodio tal sensación de
bienestar que no pudo evitar quedarse dormido a pesar de su inagotable
actividad cerebral.

Al día siguiente no tuvo trabajo. Le llamaron de la Universidad advirtiéndole
de una epidemia de gripe que había obligado a poner en cuarentena aquella
casa del saber donde se ganaba la vida.
Dedicó toda la mañana a sus pensamientos, y cuando éstos demandaron
alimento, volvió a abrir el frigorífico. Le apetecía una ensalada, pero todos
los tomates estaban podridos. Custodio los tiró a la basura y bajó al
mercado a por un par de ellos.

Inédito
Alejandro Molina Carreño

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